El mono y la naranja
Érase una vez un mono que era muy terco...
Resulta que una mañana, el susodicho mono se empeñó en pelar una naranja al tiempo que se rascaba la cabeza porque le picaba muchísimo. Como tenía las dos manos ocupadas en calmar el insoportable cosquilleo, cogió la naranja con la boca y la dejó caer al suelo. Acto seguido se agachó y tiró de la cáscara con sus potentes dientes. Al primer contacto le supo terriblemente amarga y tuvo que escupir saliva para deshacerse del mal sabor de boca.
– ¡Puaj, qué asco! Esta cáscara es agria y desagradable… Soy incapaz de morderla porque produce escozor en la lengua y… ¡y me entran ganas de vomitar!
Después de cavilar unos segundos tuvo otra idea que le pareció sensacional; consistía poner un pie sobre la fruta para sujetarla, e ir despegando pequeños trozos de la corteza con una de las manos.
– ¡Je, je, je! ¡Creo que por fin he dado en el clavo!
Sin dejar de rascarse con la izquierda, liberó la derecha y se puso a ello con muchas ganas. El plan no estaba mal, pero a los pocos segundos tuvo que abandonarlo porque la postura era terriblemente incómoda y solo apta para contorsionistas profesionales.
– ¡Ay, así tampoco puedo hacerlo, es imposible! Tendré que probar otra opción si no quiero pasar el resto de mi vida con dolor de riñones.
¡No le quedaba otra que cambiar de estrategia! Se sentó en el suelo, cogió la naranja con la mano derecha, la colocó entre sus rodillas, y continuó retirando la monda mientras seguía rasca que te rasca con la izquierda. Desgraciadamente esta decisión también fracasó: ¡la naranja se le escurrió entre las patas y empezó a rodar por la hierba como una pelota! El desastre fue total porque la parte visible de la pulpa se llenó de tierra y restos de hojas secas.
– ¡Grrr!… Hoy es mi día de mala suerte, pero no pienso darme por vencido. ¡Voy a comerme esta naranja sí o sí!
¡Ni por esas dejó el mono de rascarse! Emperrado en hacer las dos cosas al mismo tiempo agarró la naranja con una mano y la introdujo en el río para quitarle la suciedad. Una vez lavada puso sus enormes labios de simio sobre el trozo comestible e intentó succionar el jugo de su interior. De nuevo, las cosas se torcieron: la naranja estaba tan dura que por mucho que apretó con los cinco dedos no pudo exprimirla bien.
– ¡¿Pero qué es esto?!… Solo caen unas gotitas… ¡Estoy hasta las narices!
A esas alturas estaba tan harto que lanzó la naranja muy lejos y se dejó caer de espaldas sobre la hierba, completamente deprimido. Mirando al cielo y sin dejar de rascarse, pensó:
– ‘No puede ser que yo, uno de los animales más desarrollados e inteligentes del planeta, no consiga pelar una simple naranja’.
Cuando ya lo daba todo por perdido, un rayo de luz pasó por su mente.
– ¡Claro, ya lo tengo! ¿Y si dejara de rascarme durante un rato para poder pelar la naranja con las dos manos?… Tendría que aguantar el picor durante un par de minutos, pero haciendo un pequeño esfuerzo supongo que podría soportarlo. ¡¿Cómo no se me ha ocurrido antes una solución tan lógica y elemental?!
Razonar con sensatez le dio buen resultado. Fue corriendo a por la naranja, la cogió con la mano derecha, volvió a remojarla en el río para dejarla reluciente, y con la izquierda retiró los trozos de piel con absoluta facilidad.
– ¡Yupi! ¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido!
En un periquete tenía todos los gajos a la vista; desprendió el primero y lo saboreó con placer.
– ¡Oh, qué delicia, es lo más rico que he probado en mi vida!… La verdad es que el asunto no era complicado… ¡El complicado era yo!
El mono degustó el apetitoso manjar procurando disfrutar del momento. Cuando terminó se limpió las manos y subió a la rama de su árbol favorito ¿sabes para qué?… Pues para continuar rascándose a gusto con sus diez grandes dedos de primate.
Moraleja: Si en alguna ocasión tienes que hacer dos tareas lo mejor es que pongas toda la atención en una, la termines correctamente, y luego realices la otra. De esta forma evitarás perder el tiempo de manera absurda y te asegurarás de que ambas salgan bien.
La zorra que comió demasiado
Érase una vez una zorra muy glotona que solía levantarse tempranísimo para salir a buscar alimentos por el campo. Comer era su pasatiempo favorito y nunca le hacía ascos a nada. Un puñado de insectos vivitos y coleando, media docena de castañas, algún que otro arándano arrancado a mordiscos del arbusto… ¡Cualquier cosa servía para saciar su voraz apetito!
Por regla general no solía tardar mucho en encontrar comida, pero en una ocasión sucedió que por más que rastreó la tierra no halló ni una mísera semilla que llevarse a la boca. Tras varias horas de inútil exploración, el sonido de sus tripas empezó a parecerse al ronquido de un búfalo.
– Madre mía, qué hambrienta estoy… ¡Si no como algo pronto me voy a desmayar!
Estaba a un tris de rendirse cuando a cierta distancia detectó la presencia de un joven pastor que cuidaba del rebaño. El muchacho estaba sentado sobre la hierba, tarareando una alegre melodía mientras las ovejitas correteaban confiadas a su alrededor. La zorra se ocultó para poder vigilar sin ser descubierta.
– Detrás de este matorral estaré bien.
Durante unos minutos no pasó nada de nada, pero de repente el chico dejó de cantar y miró al cielo con especial interés.
– ¡Está comprobando la posición del sol para saber si ya es la hora del almuerzo!
La avispada zorra tenía toda la razón y sí… ¡eran las doce en punto del mediodía! Sin perder más tiempo el pastor extendió un mantelito de cuadros sobre una roca y sacó variadas viandas de una pequeña cesta.
– Vaya, vaya, vaya… ¡Creo que mi suerte acaba de cambiar!
Desde donde estaba pudo distinguir una cuña de queso, una hogaza de pan blanco y un racimo de uvas, gordas como huevos de codorniz. Todo tenía una pinta impresionante e inevitablemente empezó a salivar.
– ¡Oh, se me hace la boca agua!… Me quedaré quietecita y en cuanto se largue me acercaré a investigar. ¡Con suerte podré lamer las migas que se hayan caído al suelo!
Hecha un manojo de nervios esperó a que el chico finiquitara lo que para ella era un banquete digno de un faraón.
– Bien, parece que ya ha terminado porque se ha puesto en pie y está sacudiendo el mantel. ¿Se irá ya o antes se echará una siesta?
Esto cavilaba la zorra cuando ante sus ojos ocurrió algo sorprendente: el pastor envolvió la comida sobrante con el mantelito de cuadros y la introdujo en un agujero excavado en el tronco de un viejo árbol. Seguidamente dio un fuerte silbido para agrupar a las ovejas y se las llevó todas juntitas de vuelta a la granja.
– ¡Por todos los dioses, qué fortuna la mía! El pastor trajo tanta comida que ha reservado una parte para mañana. Pues lo siento mucho, pero todo eso me lo voy a tragar yo a la de tres, dos, uno… ¡Ya!
La famélica zorra salió disparada hacia el árbol, trepó por el tronco con la rapidez de una rata, y se metió dentro del hueco. El espacio era estrecho y pequeño, pero consiguió llegar al fondo y encontrar el tesoro. En cuanto tuvo el paquete en su poder, desató el nudo y prácticamente a oscuras se puso a devorar. Mientras lo hacía, pensaba:
– ¡Oh, madre mía, qué rico todo!… ¡El pan todavía está templado y este queso casero es realmente exquisito! Y las uvas… ¡ay, las uvas, qué dulces son! Antes reviento que dejar un poco.
Comió tanto y tan rápido que su panza se hinchó hasta adquirir el aspecto de un enorme globo a punto de explotar. Como te puedes imaginar, cuando quiso irse no pudo hacerlo. Darse cuenta de que estaba atrapada y empezar a chillar como una loca fue todo uno.
– ¡Socorro!… ¡Auxilio!… ¡Que alguien me ayude, por favor!
La angustia se apoderó de ella y empezó a llorar.
– ¡Sáquenme de aquí! ¡No puedo salir, no puedo salir!
Una zorra de su misma especie que paseaba cerca escuchó sus gritos retumbando en el interior del árbol. Muerta de curiosidad escaló hasta el orificio y asomó su peluda cabeza.
– ¿Qué sucede?… ¿Quién anda ahí?
La zorra atrapada saludó a la desconocida y le explicó la gravedad de la situación.
– ¡Hola, amiga! Gracias por atender a mi llamada. Verás, he visto que un pastor introducía restos de su almuerzo dentro en esta cavidad y entré para comerlos.
– Entiendo… ¿Y dónde está el problema, compañera?
– Pues que resulta que he engordado tanto que me he quedado encajada.
– ¿Encajada?
– Sí, no puedo moverme.
– Oh, ya veo… ¡Déjame que piense algo!
La zorra libre se rascó la cabeza mientras intentaba dar con una solución. No encontró ninguna y se lo soltó con toda sinceridad a la prisionera.
– Lo siento pero nada puedo hacer. No tengo herramientas y no conozco a ningún pájaro carpintero que pueda romper la madera con su pico.
– ¡Pues localiza un par de castores! Dicen de ellos que son grandes roedores y que excavan cualquier cosa que se les ponga por delante.
– ¡Imposible! Las familias que conozco viven junto al lago, a más de cuatro horas de camino.
– ¡Piensa algo para liberarme de inmediato, por favor!
– Amiga, lo lamento mucho, pero créeme cuando te digo que tu única opción es esperar a que pase la noche. ¡Cuando esa barriga recupere la forma que tenía, podrás salir!
– ¿Qué?… ¿Cómo dices?
– Sí, querida mía, así son las cosas: si quieres volver a ver la luz y recuperar tu vida tendrás que cultivar esa virtud tan importante que todos debemos tener y valorar.
– ¿Ah, sí?… ¿Y qué virtud es esa?
– ¡La paciencia!
La respuesta no podía ser más clara y contundente, así que la zorra tuvo que admitir que no le quedaba otra que relajarse y esperar el tiempo necesario.
Moraleja: Esta fábula nos enseña que hay problemas que se resuelven solos. Simplemente hay que mantener la calma y esperar que venga tiempos mejores.
Los carneros y el gallo
Una mañana de primavera todos los miembros de un rebaño se despertaron sobresaltados a causa de unos sonidos fuertes y secos que provenían del exterior del establo. Salieron en tropel a ver qué sucedía y se toparon con una pelea en la que dos carneros situados frente a frente estaban haciendo chocar sus duras cornamentas.
Un gracioso corderito muy fanático de los chismes fue el primero en enterarse de los motivos y corrió a informar al grupo. Según sus fuentes, que eran totalmente fiables, se estaban disputando el amor de una oveja muy linda que les había robado el corazón.
– Por lo visto está coladita por los dos, y como no sabía a cuál elegir, anoche declaró que se casaría con el más forzudo. El resto de la historia os la podéis imaginar: los carneros se enteraron, quedaron para retarse antes del amanecer y… bueno, ahí tenéis a los amigos, ahora rivales, enzarzados en un combate.
El jefe del rebaño, un carnero maduro e inteligente al que nadie se atrevía a cuestionar, exclamó:
– ¡Serenaos! No es más que una de las muchas peloteras románticas que se forman todos los años en esta granja. Sí, se pelean por una chica, pero ya sabemos que no se hacen daño y que gane quien gane seguirán siendo colegas. ¡Nos quedaremos a ver el desenlace!
Los presentes respiraron tranquilos al saber que solo se trataba de un par de jóvenes enamorados compitiendo por una blanquísima ovejita; una ovejita que, por cierto, lo estaba presenciando todo con el corazón encogido y conteniendo la respiración. ¿Quién se alzaría con la victoria? ¿Quién se convertiría en su futuro marido?… ¡La suerte estaba echada!
————–
Esta era la situación cuando un gallo de colores al que nadie había visto antes se coló entre los asistentes y se sentó en primera fila como si fuera un invitado de honor. Jamás había sido testigo de una riña entre carneros, pero como se creía el tipo más inteligente del mundo y adoraba ser el centro de atención, se puso a opinar a voz en grito demostrando muy mala educación.
– ¡Ay madre, vaya birria de batalla!… ¡Estos carneros son más torpes que una manada de elefantes dentro de una cacharrería!
Inmediatamente se oyeron murmullos de desagrado entre el público, pero él se hizo el sordo y continuó soltando comentarios fastidiosos e inoportunos.
– ¡Dicen por aquí que se trata de un duelo entre caballeros, pero la verdad es que yo solo veo dos payasos haciendo bobadas!… ¡Eh, espabilad chavales, que ya sois mayorcitos para hacer el ridículo!
Los murmullos subieron de volumen y algunos le miraron de reojo para ver si se daba por aludido y cerraba el pico; de nuevo, hizo caso omiso y siguió con su crítica feroz.
– Aunque el carnero de la derecha es un poco más ágil, el de la izquierda tiene los cuernos más grandes… ¡Creo que la oveja debería casarse con ese para que sus hijos nazcan fuertes y robustos!
Los espectadores le miraron alucinados. ¿Cómo se podía ser tan desconsiderado?
– Aunque para ser honesto, no entiendo ese empeño en casarse con la misma. ¡A mí me parece que la oveja en cuestión no es para tanto!
Los carneros, ovejas y corderos enmudecieron y se hizo un silencio sobrecogedor. Sus caras de indignación hablaban por sí solas. El jefe de clan pensó que, definitivamente, se había pasado de la raya. En nombre de la comunidad, tomó la palabra.
– ¡Un poco de respeto, por favor!… ¡¿Acaso no sabes comportarte?!
– ¿Yo? ¿Qué si sé comportarme yo?… ¡Solo estoy diciendo la verdad! Esa oveja es idéntica a las demás, ni más fea, ni más guapa, ni más blanca… ¡No sé por qué pierden el tiempo luchando por ella habiendo tantas para escoger!
– ¡Cállate mentecato, ya está bien de decir tonterías!
El gallo puso cara de sorpresa y respondió con chulería:
– ¡¿Qué me calle?!… ¡Porque tú lo digas!
El jefe intentó no perder los nervios. Por nada del mundo quería que se calentaran los ánimos y se montara una bronca descomunal.
– A ver, vamos a calmarnos un poco los dos. Tú vienes de lejos, ¿verdad?
– Sí, soy forastero, estoy de viaje. Venía por el camino de tierra que rodea el trigal y al pasar por delante de la valla escuché jaleo y me metí a curiosear.
– Entiendo entonces que como vives en otras tierras es la primera vez que estás en compañía de individuos de nuestra especie… ¿Me equivoco?
El gallo, desconcertado, respondió:
– No, no te equivocas, pero… ¿eso qué tiene que ver?
– Te lo explicaré con claridad: tú no tienes ningún derecho a entrometerte en nuestra comunidad y burlarte de nuestro comportamiento por la sencilla razón de que no nos conoces.
– ¡Pero es que a mí me gusta decir lo que pienso!
– Vale, eso está muy bien y por supuesto es respetable, pero antes de dar tu opinión deberías saber cómo somos y cuál es nuestra forma de relacionarnos.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si se puede saber?
– Bueno, pues un ejemplo es lo que acabas de presenciar. En nuestra especie, al igual que en muchas otras, las peleas entre machos de un mismo rebaño son habituales en época de celo porque es cuando toca elegir pareja. Somos animales pacíficos y de muy buen carácter, pero ese ritual forma parte de nuestra forma de ser, de nuestra naturaleza.
– Pero…
– ¡No hay pero que valga! Debes comprender que para nosotros estas conductas son completamente normales. ¡No podemos luchar contra miles de años de evolución y eso hay que respetarlo!
El gallo empezó a sentir el calor que la vergüenza producía en su rostro. Para que nadie se diera cuenta del sonrojo, bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo.
– Tú sabrás mucho sobre gallos, gallinas, polluelos, nidos y huevos, pero del resto no tienes ni idea ¡Vete con los tuyos y deja que resolvamos las cosas a nuestra manera!
El gallo tuvo que admitir que se había pasado de listillo y sobre todo, de grosero, así que si no quería salir mal parado debía largarse cuanto antes. Echó un último vistazo a los carneros, que ahí seguían a lo suyo, peleándose por el amor de la misma hembra, y sin ni siquiera decir adiós se fue para nunca más volver.
Moraleja: Todos tenemos derecho a expresar nuestros pensamientos con libertad, claro que sí, pero a la hora de dar nuestra opinión es importante hacerlo con sensatez. Uno no debe juzgar cosas que no conoce y mucho menos si es para ofender o despreciar a los demás.
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